“Soy hombre de lluvia,
porque de niño jugaba bajo la lluvia y ahora de grande, bailo y canto bajo la
lluvia…”
Recuerdo el año pasado cuando
regresé a Jauja en tiempos de lluvia, despidiéndome de los carnavales, ya la
gente parecía más tranquila y esperando con devoción la Semana Santa y a Taita
Cáceres. Pero yo, aún tenía que cumplir una invitación de un tumbamonte de un
buen amigo yauyino.
Un día antes del tumbamonte
salí de casa para caminar y mezclarme con la vida cotidiana de Jauja por algunos
lugares que parecen estar detenidos en el tiempo y que aún mantienen sus
encantos y magia de antigua ciudad. Preferí caminar y no subir a una “mototaxi”
porque recuerdo que antes no había estos vehículos, la gente se trasladaba a
pie o en bicicleta de un lugar a otro y Jauja era más tranquila, sin mucho
movimiento, sin mucho bullicio. Además, comprendo que caminar es sentir y es
estar con la pachamama, es sentir a Jauja.
Camine por las
callecitas, recordando buenos tiempos de infancia y pubertad, cuando mi mundo
era de juegos, de alegrías y de algunos amoríos inocentes. Cada paso que daba
despertaba mis recuerdos y a veces cerraba los ojos para retroceder en el
tiempo y encontrarme con esa escena vivida, todo dependía del lugar en que me encontraba.
Como estábamos en época
de invierno, la tarde soleada y colorida cambió a color gris de un momento a
otro y empezó a llover, quise correr a guarecerme, pero recordé que en mi
infancia muchas veces jugué bajo la lluvia, sin importar del frio. Recordé que también
muchas veces salí al campo a pasear con un amor de ese entonces y algunas veces
nos sorprendía la lluvia, nos protegíamos del aguacero entre eucaliptos y
chaguales, y era momento propicio para entregarnos al sentimiento puro e
inocente de nuestro cariño combinado con aroma a tierra mojada y aromas de amor.
Algunas veces, cuando no pasaba la lluvia decidíamos regresar a la ciudad
caminando de tramo en tramo, desafiando a la naturaleza. Nos mojábamos
íntegramente, pero de rato en rato nos parábamos para descansar y volvíamos a abrazarnos
y a besarnos. Nos mirábamos en silencio, solo se escuchaba el ritmo de la
lluvia. Yo le limpiaba su rostro mojado, ella también, y nos volvíamos a besar,
como para darnos calor, o algo más, quien sabe, solo nosotros lo sentíamos,
quizá ahora solo los dos lo recordamos.
De regreso a mi
realidad, decidí seguir caminando bajo la lluvia sintiendo cada vez más fuerte
las gotas de agua. Yo llevaba puesto una buena casaca de cuero que me protegía
de la lluvia, mi pantalón “jean” también se acomodaba a tal adversidad y para
completar, calzaba como siempre botas “texanas” que me permitía caminar con
comodidad sin temer a los charcos que se formaban.
Por donde caminaba,
muchas personas, que se protegían de la lluvia en las puertas de las casonas, en
las tiendas o en un lugar donde se mantenían secos, me miraban con asombro como
caminaba bajo el aguacero sin importar como me mojaba. No comprendían que no solo
quería recordar, sino sentir como en mi niñez jugaba bajo la lluvia. Solo tenía
cuidado que mi madre no me viera, porque de seguro no entendería por qué caminaba
bajo la lluvia y se molestaría. A pesar que los años han pasado, ella no deja
de ser mi madre y yo su hijo, y siempre se preocupa por mí.
Caminé por mucho tiempo
por varias calles desiertas por culpa de la lluvia, sin importar que mis
cabellos empezaran a perder su rigidez y ceder ante la lluvia emanando hilos de
agua por mi rostro. De vez en cuando sacudía mi cabeza y pasaba mi mano por mi
rostro para secarme.
La lluvia era cada vez
más fuerte y por ambos lados de la calle se formaban riachuelos en los drenajes
buscando su curso habitual. Tal paisaje me trajo a la memoria cuando jugaba con
mis amigos a la carrera de barquitos de papel. Cuando la lluvia era intensa, preparábamos
los barquitos con hojas de nuestros cuadernos o de un periódico pasado.
Tratábamos que sean resistentes a las corrientes de agua, porque eso era
garantía que nuestros barquitos soportarían las fuerzas del agua. Salíamos a la
calle y desde la esquina de los jirones Bolívar y Bolognesi, cada amigo con su
barquito, iniciábamos la carrera. Desde el punto de partida, íbamos corriendo
detrás de ellos alentándolos para que estén en el primer lugar. No se permitía
levantar el barco y colocarlo más adelante, salvo cuando se atascaba entre los
residuos o basura que la lluvia arrastraba a su paso, solo se podía sacarlo del
atolladero.
Así seguíamos calle
abajo sin importar en mojarnos. Ninguno de nosotros llevaba ropa seca, menos
limpia, muchas veces nos arrodillábamos para sacar o salvar a nuestros
barquitos; nuestras caras y manos no sentían frio, pero si lo teníamos
cuarteados producto del frio y siempre nuestros zapatos o zapatillas lo
teníamos humedecidos junto con el botapíe de nuestros pantalones.
Así era nuestra vida,
éramos más niños de la calle, porque muchos juegos se realizaban en los patios
de las casas y en las calles. En esa época no teníamos computadoras,
Playstation, Nintendo, Wii u otro videojuegos para quedarnos en casa sentados,
mirando la pantalla y jugando “on Line” con los amigos. Habían juegos como las
Escondidas (Ampay me salvo con todos mis amigos o plancha quemada, plancha
quemada), la Chapada (Tú la llevas), los Quinchos (con las bolas lecherongas),
el Lobo (Juguemos en el bosque mientras que el lobo no está, ¿lobo estas?), el
Trompo (con la punta sedita), la Mata gente, los Siete pecados, la Bata, Salta
soga, San Miguel, Kiwi, Mundo, la Cometa, la Gallinita ciega, Mundo, etc. Patio
o calle, todo espacio se aprovechaba.
Todos estos juegos eran
sanos y ejercitantes, nos llenaba de alegría, emociones y cultivábamos
amistades e interacción social para toda la vida entre los amigos de la cuadra.
Muchas veces nos quedábamos hasta muy noche, haciendo bulla mientras nuestros
padres ya dormían. Terminábamos solo cuando salían y de un grito nos llamaban,
dejábamos el grupo para ir corriendo a casa. Así terminaban nuestros días de
juego; mañana, empezaría un nuevo capítulo.
Seguí caminando,
recordando la carrera de barquitos y que en tres o cuatro cuadras los barquitos
ya empezaban a mojarse y debilitarse. De a poco, se iban desarmando sin que
nosotros pudiéramos hacer algo para evitar que naufraguen y queden solo como
papel mojado. En esta carrera casi no había una meta, ganaba el barquito que
más resistía.
A veces jugábamos con
los palitos de chupetes o de fósforos, pero los barquitos de papel eran más
interesantes y emocionantes.
Yo sigo caminando y
pienso que por acá uno de nosotros ya habría ganado, me detengo, doy media
vuelta y regreso por los mismos caminos de esos años de infancia, a veces con
la alegría de haber ganado la carrera o a veces de haber perdido, pero con
ganas de volver a empezar nuevamente el juego. En esos tiempos regresábamos
corriendo, ahora camino pausado y sin haber ganado ninguna competencia, solo
regreso con los recuerdos de mis barquitos de papel y con una sonrisa
nostálgica.
Siempre en mis
recuerdos estarán esos juegos de infancia y entre esos juegos, los recuerdos de
mis amigos que compartimos muchos años de nuestras vidas, aprendiendo a
convivir juntos, creciendo con las bromas que nos hacíamos, con nuestras riñas,
con nuestras disculpas, pero siempre aprendiendo a ser amigos cada vez más.
Ahora el tiempo se
encargó de separarnos, a algunos los veo aún, a otros no, pero igual, aprendimos
a vivir distantes, manteniendo nuestras amistades y manteniendo nuestros
recuerdos.
El temporal acabó junto
con mis recuerdos y mi caminata, yo me arreglo la ropa y trato de sacudirme para
botar la lluvia que llevo encima, algunas personas me siguen viendo, pero
igual, no me incomoda porque sé que no comprenden lo que siento y por qué estoy
mojado. Termino de arreglarme y me voy en busca de algún amigo que aún pueda
encontrar en Jauja para darle un fuerte abrazo y para compartir nuestros
recuerdos y crear nuevos episodios que algún día serán recuerdos.
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